El acto de comer no es cuestión de estómago, sino de cerebro. Con el término hambre se designa un estado motivacional que impulsa o activa el organismo a buscar alimentos y a ingerirlos. El hambre o la necesidad subjetiva de alimentarse es una emoción con funciones motivadoras implicadas en la regulación de la ingesta de comida. Nuestro organismo tiene mecanismos biológicos de regulación del hambre.
En el cerebro, concretamente en el hipotálamo, se sitúan los centros del hambre y la saciedad que funcionan de manera antagónica, si el primero estimula la ingesta, el segundo la detiene cuando se ha comido lo suficiente. Los niveles de glucosa en la sangre, las contracciones del estómago y los lípidos corporales son algunas de las señales que el cerebro recibe y valora para coordinar nuestra conducta alimentaria. Pero no todo es tan fácil, la mayoría de las veces comemos cuando todavía tenemos reservas de sobra para aguantar durante horas.
¿Qué sucede entonces? Además de la biología hay otros factores que afectan tanto o más a nuestra relación con la comida; el ambiente, las costumbres alimentarias aprendidas y los aspectos emocionales tienen una gran influencia en nuestra forma de comer. Según David Spiegel, del Departamento de Psiquiatría y Ciencias de la Conducta de la Stanford University, «la saciedad es parte de la forma que tiene nuestro cerebro de acoger el mensaje de que ya estamos satisfechos», pero se come en exceso. Una nueva razón es que la comida es de peor calidad, más densa en calorías y altamente procesada. Según Spiegel, este tipo de platos «no satisface y se necesita comer más para estar saciado». En este sentido, investigadores del Food &Brand Lab de la Universidad de Illinois han demostrado que una comida hecha con ingredientes de mejor calidad y, por tanto más sanos, sacia antes que el mismo plato hecho con ingredientes procesados, no frescos.